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La creatividad no entiende de fórmulas
Si las ponemos a un costado, suceden cosas increíbles.
El otro día entendí por qué Walt Disney era un verdadero genio.
En el libro Creators de Paul Johnson, el periodista se tomó la desafiante tarea de investigar y analizar la historia de algunas de las mentes más creativas y brillantes que aterrizaron en esta tierra. Una de ellas fue la de Walt Disney.
Con 18 años, Disney ya sabía lo que quería para su vida: soñaba con tener su propia empresa y ser su propio maestro.
Aunque creamos lo contrario, soñar con algo y saber cómo materializarlo son dos fuerzas que transitan por caminos separados. Lo curioso es que cuanto más ambicioso y grande es el sueño, menos claridad se tiene sobre cómo hacerlo posible.
A partir de ahí, podemos reconocer dos cualidades que posee cualquier persona que logra lo que se propone:
La valentia de animarse a dar el primer paso y el siguiente, aún sin el control de tener todas las respuestas.
Y la confianza plena, sobretodo en los peores momentos, de que el tiempo y el movimiento traeran a las personas, oportunidades y señales necesarias para que ese sueño se haga realidad.
Walt Disney tenía ambas.
Con solo 40 dólares en el bolsillo, tomó la decisión de mudarse a Hollywood. Una ciudad que para la época era un caldo de innovación y de rápido crecimiento dentro del campo del arte.
De todas las puertas que tocó, ninguna se abrió. Todas los estudios que recibián una carta de aplicación de su parte le negaban un lugar en el equipo. A veces la estupidez humana no tiene límites.
Sin oportunidades más de las que él podía crear, Walt comenzó a desarrollar sus propios proyectos. Creaba sus propios personajes y escribía sus historias. Él mismo buscaba los actores para sus producciones y cuando tenía todo listo, alquilaba una cámara que rentaba por día para grabar sus cortometrajes. Incluso llegó a entrenar a su perro para que participe en uno de sus trabajos.
Pasaron cinco años desde su llegada a California hasta que un día nació el famoso ratón que todos conocemos.
El resto es historia.
En una parte del libro, Paul Johnson narra una anécdota sobre la relación que tenía Walt Disney con Roy, su hermano y co-fundador de Disney Studio, que me llevó a reflexionar mucho sobre la manera en la que hoy conectamos con la creatividad.
Quienes fueron participes y testigos de los inicios de la compañía, cuentan que Walt y Roy discutían mucho por lo costoso que era hacer realidad las alocada ideas que su hermano menor tenía en la cabeza.
Cada vez que Roy debía confeccionar el presupuesto para una nueva película, se desesperaba por conocer cuánto les saldría producir aquello que jamás se había creado pero que Walt estaba convencido que podía lograrse. Cuando esto sucedía, Walt se limitaba a responderle:
“No sé cuánto nos saldrá Roy. Estoy innovando. Lo sabré cuando lo haya logrado.”
Quienes conocieron personalmente a Disney afirman que su interés jamás estuvo puesto en el dinero. Al contrario, ponía la excelencia en lo que hacía por encima de cualquier otro resultado.
¿Pero a dónde quiero llegar con esta historia? Ahí vamos.
Tanto Disney como otros genios creativos como Picasso, Joni Mitchell o el mismo Steve Jobs tenían algo en común:
Ponían su creación por encima de cualquier fórmula.
No dejaban que su imaginación se vea condicionada por una tendencia, un reporte o una forma establecida de hacer las cosas.
Todo lo contrario.
Se comprometían con sus ideas. Asumían riesgos. Se tomaban el tiempo para construir algo que pueda expresar con honestidad lo que ellos querían traer al mundo.
¿Cuánto de eso nos permitimos hoy en la cultura de la inmediatez?
Reducimos la fotografía a una historia de Instagram. Un ensayo a un thread de Twitter. Un cortometraje a un video en Youtube o TikTok.
Internet y las redes sociales posibilitaron lo que antes era imposible: democratizar la distribución y eliminar los intermediarios que arbitrariamente decidían quiénes podían llegar a las masas.
Pienso en cuántos artistas que todavía no son conscientes del enorme potencial que llevan adentro ponen su creatividad al servicio de un algoritmo. Renuncian a lo que quieren decir, a lo que quieren crear, por una nueva tendencia o fórmula que les garantizará mayor alcance, atención y reacciones. Me pregunto cuántos de ellos podrían ser increíbles escritores, cineastas o fotógrafos y no lo saben porque deciden regalarle su tiempo y talento a un público distraído que lo único que busca es satisfacer una necesidad inmediata.
Desde mi perspectiva, la pregunta que debemos hacernos es:
¿Estamos sirviendo a nuestra creatividad o a un algoritmo?
Aunque el miedo y las heridas de mi inseguridad me ganen por momentos, soy un convencido de que si somos coherentes y honestos con nosotros y lo que verdaderamente queremos crear, el algoritmo se ocupará de llevarlo a las personas indicadas.
Comparto esta reflexión porque últimamente vengo sufriendo por esto. Reconozco que a veces se vuelve difícil no tentarse por las “fórmulas” para que nuestro mensaje llegue a más personas. Para lograr que más gente nos encuentre.
Pero peor que no llegar a más personas es llegar a la gente equivocada por hacer algo que no te identifica, que no sos vos. Renunciar al disfrute de crear por la rigidez de las recetas que otros te quieren imponer.
En The Creative Act, Rick Rubin dice que si tenemos una idea que nos emociona pero que por alguna razón no traemos al mundo, no es poco común que esa idea encuentre su voz en otro creador. Esto sucede no porque el artista nos haya robado la idea, sino porque era el momento para que esa idea exista en el mundo físico.
¿Vas a dejar que esa idea la materialice otro?
Me gusta pensar que al final de todas las razones que nos inventamos para darle sentido a lo que creamos se encuentra la razón última de lo que hacemos: la contribución a los demás. Si ese ingrediente no se encuentra, algo está roto.
Cuando ponemos la atención en contribuir genuinamente a los demás, toda acción que hagamos, todo proyecto que desarrollemos, será hecho con más cuidado, atención y conciencia. Dejamos atrás la ansiedad por ser relevantes y dejamos que nuestro trabajo hable por si solo.
La magia sucede cuando nos libramos de la urgencia por compartir algo, soltamos la necesidad de estar atrás de la última tendencia y dejamos el ruido a un costado. Nuestra mente es una antena que constantemente está captando señales y transmitiendo datos que solo podremos recibir si nos damos el permiso de escucharnos.
Permitite experimentar sin miedos, de conectar con tu antena sin forzarla a recibir una señal que no es tuya.
El fin último de la creación es encontrarnos a nosotros mismos.
Y no hay nada más lindo que crear algo y verse reflejado en esa creación.