Cuenta la leyenda que durante el siglo XV existía en Japón un reconocido shōgun llamado Ashikaga Yoshimasa. En el Japón medieval, los shogunes eran dictadores militares que gobernaban el país gracias a la autoridad que le delegaban sus Emperadores.
Un día, el shōgun decidió enviar a reparar a China un tazón muy especial que usaba durante la famosa celebración del té que acontecía cada año en esas tierras. Para Ashikaga, esa pieza llamada chawan era de un valor incalculable y deseaba con todas sus fuerzas verla reparada.
Los meses transcurrían y finalmente un día el tazón fue enviado de regreso a las manos del shōgun, quien no pudo disimular la decepción al ver su preciado chawan casi inserbible y completamente despojado de su belleza.
Resulta que el tazón había sido reparado con grapas metálicas que no solo rompían la estética del objeto, sino que lo hacía inserbible al filtrarse el té por sus grietas. El shōgun entró en cólera.
Decepcionado con el resultado, decidió buscar en Japón artesanos capaces de ofrecerle una mejor solución para lograr que el tazón no solo vuelva a ser funcional, sino que pueda conservar su preciada belleza.
Fue así que los artesanos a cargo de semejante responsabilidad optaron por utilizar una resina llamada urushi junto a un polvo metálico de oro para unir las grietas del tazón y realzar sus cicatrices. El trabajo de restauración fue tan exitoso durante la celebración de la ceremonia del Té que su técnica acabó por convertirse en un arte que todavía permanece con nosotros y que se conoce como Kintsugi.
Me gusta pensar que la humanidad arrastró la técnica de Kintsugi hasta nuestros días porque en ella descansa una verdad que no podemos permitirnos ignorar, ni mucho menos olvidar:
Son las diferencias, nuestras imperfecciones, las que terminan sacando lo mejor de nosotros y nos hace especiales frente al mundo.
¿Pero cómo podemos eliminar nuestras inseguridades para allanar el camino de la creación y no interferir el proceso con historias que nos contamos a nosotros mismos?
A la hora de crear algo nuevo y enfrentarnos a la hoja en blanco, solemos creer que aquello que estamos construyendo será lo más importante que haremos en nuestra vida y que su resultado nos definirá hasta el fin de nuestros días. Este pensamiento no hace más que sumarle toneladas de presión al proceso creativo.
En cambio, una mejor manera de verlo es abrazando dos verdades:
Que la creación es una forma de experimentación de la que nunca tenemos control de su resultado.
Que sea cual sea el resultado, al final obtendrás información valiosa que te servirá para tu próximo proyecto.
Por eso es tan importante avanzar. Nuestro objetivo es darle vida a los proyectos para compartirlos con el mundo y así recolectar señales que nos ayuden a mejorar en el siguiente.
Nunca creamos de la nada. Siempre lo hacemos sobre los cimientos que construyeron otros junto con el conocimiento que obtenemos de nuestras propias experiencias.
Entender a cualquier creación como un proyecto en constante evolución y no como un destino al que hay que llegar, nos libera de la presión de alcanzar una perfección, que a pesar de ser inexistente, solo puede acercarse si nos retroalimentamos con información y hallazgos que obtenemos al poner nuestro trabajo a disposición del mundo.
Identificar el ángulo de los juicios que emitimos también es importante para poder continuar creando.
En The Creative Act, Rick Rubin (el genio del que te hablé en correos anteriores), dice que es muy importante saber distinguir entre dudar del trabajo y dudar de uno mismo. Dudar del trabajo sería “No sé si mi canción es tan buena como puede ser”, mientras que dudar de uno mismo sería “No puedo escribir una buena canción”.
Existen órdenes de magnitud entre ambas declaraciones. Mientras que una invita a seguir mejorando la obra, la segunda no deja margen para continuar trabajando.
Desde mi perspectiva, abrazar nuestras imperfecciones significa estar abiertos a la experimentación, a los errores y a su consecuente aprendizaje. Pero también significa dar lugar a la vulnerabilidad frente a lo desconocido y a salir de nuestra zona de confort para tomar riesgos que nos ayuden a ser mejores.
Cuando Rembrandt completó uno de sus cuadros más monumentales llamado “La Ronda de Noche” en 1642, la obra fue muy criticada por su composición poco convencional y considerada un error por no haber utilizado técnicas de retrato tradicionales para la época. Hoy, cientos de años después, es una de sus trabajos más importantes y admirada por todo el mundo por su innovación, energía y maestría en el manejo de la iluminación.
¿Qué hubiese sido de Rembrandt si, en vez de abrazar sus diferencias, hubiese atendido las expectativas y demandas de la sociedad? La historia la escriben quienes son capaces de escuchar su voz y actuar en consecuencia.
La realidad, llegue a entender, es que aprender a aceptar nuestras imperfecciones requiere de valentía y sobretodo paciencia. Aprender a soltar la necesidad de encajar en espacios que no son los nuestros y que nos transmiten un falso sentido de seguridad es el primer paso hacia el mejor de los caminos: el propio.
El Kintsugi nos enseña que la belleza original de las cosas no está en el resultado, sino en las marcas que nos deja el camino recorrido. Acentuarlas, como si quisiéramos que el mundo no vea otra cosa más que los vestigios de lo vivido, es lo que posibilita que lo verdadero de nosotros salga a la luz: nuestro estilo, nuestro mensaje, nuestra propia voz.
Aceptar nuestras dudas e inseguridades en vez de intentar suprimirlas es también liberador. Su presencia nos recuerda que somos humanos, pero nunca nos dirá que somos incapaces.
Con el tiempo aprendí que todo lo pulido, lo exageradamente pulcro y perfecto se encuentra en las cosas que carecen de lo único que hace perfecto a algo: su alma.
La única manera de darle alma a las cosas es haciendo de nuestras inseguridades una guía para la creación y despejando todo aquello que nos impide compartir lo que está en el corazón.