Un fin de semana de verano mi abuela me llevó a dar una vuelta por el shopping de su barrio.
Tenía 7 años y cualquiera que estuvo ahí diría que fue un día común y corriente. Menos para mi que fue el comienzo del principio.
Una de las cosas más fantásticas que tiene la vida es que resulta imposible predecir el valor simbólico que tienen las cosas que experimentamos en el presente. Solo es posible reconocerlas unos años más tarde cuando nos damos cuenta del impacto que esa persona, situación o momento tuvo en nuestra vida.
Eso es exactamente lo que me sucedió ese día mientras caminaba de la mano de mi abuela.
En un momento del recorrido, nos detuvimos en una sala abierta llena de computadoras. Nunca antes había visto una pero mi abuela insistía en que fuera a conocerlas.
Me senté y no pude creer lo que estaba viendo.
De repente estaba en contacto con una caja de pandora que me permitía crear donde antes no había nada y jugar sin ser juzgado.
Y es curioso…
Porque al día de hoy, cada vez que agarro una computadora es para volver a conectar con ese niño. El niño que creaba donde antes no había nada y jugaba sin ser juzgado.
A los 13 años ya estaba diseñando sitios. Colaborando con otros creadores a través de foros y creando tutoriales para que otros diseñadores aprendan lo que yo había aprendido.
Si existía alguna manera de poner en pausa el mundo, seguramente era esa.
Cuando ingresé a la universidad para estudiar publicidad, el mismo profesor que compartíamos con la carrera de diseño, nos había anticipado a todos los alumnos que nos preparemos para vivir una profesión muy competitiva, sobre-explotada y poco paga.
Me prometí a mi mismo y luego a mi madre que haría hasta lo imposible para que ese no sea mi caso.
Soy de los que creen que cuando uno ama algo, debe darlo todo por eso y nunca escuchar las voces que te hagan sentir víctima o culpable de eso que amas.
La vida me enseñó que la abundancia es hija del amor. Y en consecuencia, cuanto más disfrutamos de algo, más se expande todo.
Debe ser por eso que me molestaron tanto las palabras del profesor.
Hoy, con varios años de experiencia como diseñador en mi espalda, puedo decir con total confianza de que soy la completa excepción a su norma.
Tuve el placer de crear con los mejores. De llevar mi trabajo a lugares que jamás hubiese imaginado posible para mi y de construir una vida como diseñador independiente que si la mira mi yo de 13 años se sentiría orgulloso.
Todo porque un día me juré no escuchar al profesor.
Y acá voy a decir algo que no te esperabas…
Pero el tipo tenía razón.
Tenía razón porque cuando uno:
Juega a competir
No sabe poner límites
Y no sabe valorar su trabajo
Lo que termina recibiendo es:
Pocas oportunidades
Clientes y empleadores ingratos
Trabajos mal pagos
El mundo lejos está de ser un absoluto.
En nuestra realidad conviven millones de realidades. Miles de perspectivas y ciento de verdades.
Por eso es tan importante cuidar lo que decimos y, sobretodo, cuidar a quién escuchamos.
Pero lamentablemente la realidad que prevalece en nuestra industria es la que menos nos favorece.
Nos enseñaron a competir como idiotas por un proyecto.
Nos enseñaron a no poner límites.
Y nos enseñaron a no valorar nuestro talento y trabajo.
En 2014 co-fundé una comunidad de diseñadores de la que posiblemente muchos de los que me leen acá conocieron, y lo hice porque no soportaba la idea de que no existiera un espacio de encuentro para nosotros.
Pero hoy no soporto la idea de que diseñadores independientes y profesionales creativos no ganen muy bien por su talento, ni puedan vivir su profesión de manera libre y próspera.
Y por eso nace un nuevo proyecto del que vengo trabajando hace más de 6 meses y que con el tiempo se convertirá en una revolución de la que te contaré con más detalle en el próximo correo.
Por lo pronto, si eres freelance, profesional creativo o tienes un negocio de diseño, armé este entrenamiento gratuito para vos.
Y si la invitación que te hago al final te llama a la acción, nos vemos la semana que viene.
Te mando un saludo,
Agustín